Después de pasadas y fecundas alianzas con directores y dramaturgos de sonora solvencia, la compañía Tenemos Gato ha decidido dar un salto notable en su trayectoria con Felicidad, un proyecto autogestionado en el que Cristina Rojas y Homero Rodríguez asumen todas las decisiones artísticas y que, tras alguna tentativa previa, tuvo ayer su estreno en las tablas de un Cervantes coquetamente acotado. Las alianzas se establecen en esta ocasión con otra pareja de actores, Enrique Asenjo y Raquel Mirón, para un proyecto armado esencialmente a partir de improvisaciones; si ésta ha sido desde siempre una herramienta bien aprovechada por la compañía, la intención al respecto es ahora mucho mayor. Y es precisamente la intuición puesta en juego para convertir la intuición en drama el elemento, tal vez, más valioso del invento, por cuanto desnuda hasta la última prenda mecanismos de transición que habitualmente quedan ocultos en pro de una mayor ilusión del espectador. Asistimos así a un trabajo valiente que exhibe hasta al fondo la cocina del proceso escénico y que deja a los actores sin algunos de sus más recurrentes parapetos; y es todo un acierto, en este sentido, el aprovechamiento de esta fragilidad expuesta para un mayor rendimiento de la comedia. En un momento dado, el personaje (la construcción de los personajes, por cierto, sigue igualmente procesos harto significativos en la medida en que los intérpretes no tienen más remedio que darse sin ocultar nada) de Cristina Rojas aboga por reivindicar la realidad, y justo de esto se trata, tanto en la vida como en el teatro. Detrás de Felicidad hay una tarea de investigación meritoria, dirigida principalmente a la cristalización de sentimientos por encima de cualquier presunción relativa al dichoso arte dramático. Aquí hablamos de teatro, que es distinto. La entrada en juego de recursos como la proyección de imágenes grabadas en vídeo in situ refuerzan esta connotación de verdad, de instante único percibido y compartido, de tiempo concertado en el que la interpretación se convierte, casi, en confesión. Sí, hablamos de teatro, pero de un teatro vivo, que apura hasta las heces su naturaleza efímera para crecerse en lo que se quiere decir y decirlo bien, sin trampas ni atajos. Un teatro brindado como un abrazo.
En Felicidad se dan las inquietudes generacionales de la madurez, los cambios y las decisiones, los miedos y las incertidumbres antes de ocupar un lugar que ya difícilmente podrá modificarse. La comedia fluye con soltura desde un planteamiento narrativo de cierta índole costumbrista en unos cauces escénicos que no lo son en absoluto. Quizá, precisamente, es en los elementos más apegados a una presuntahistoria de personajes donde Felicidad relaja un tanto sus mayores hallazgos (a veces, la convención dramática y algunos elementos externos como la música funcionan más como una concesión de lo que se pretendía evitar que como una convicción del proyecto), pero en todo momento prevalece, intacta, la medida humana con la que acontecen todas las cosas. El reparto sale airoso del reto, con las responsabilidades bien repartidas y los equilibrios bien medidos (Homero Rodríguez regala momentos impagables, certero y preciso al aportar todavía más verdad a los cambios de rumbo). Y de esto se trata: más allá del consabido retrato generacional y de la identificación con la que los espectadores puedan darse por aludidos, Felicidad es una obra en la que aparentemente no pasa nada y en la que pasan muchas cosas bien calibradas y en su sitio; en la que los acontecimientos, ya sean óptimos o desastrosos, se reciben siempre en el orden propio del corazón. Y es de agradecer que de vez en cuando suceda esta poética tan sencilla y común como exigente y rigurosa. No había más opción que salir del estreno canturreando por Jobim, Tristeza nao tem fin, felicidade sim. Y esperar que alguien real nos acoja en alguna parte.